“Trastorno Obsesivo por el Tupper”: La psicología detrás de la angustia de prestarlo
Seamos honestas, comadre. Todas hemos vivido ese momento de terror silencioso: le ofreces un poco de comida a una visita para que se la lleve y, en un acto de generosidad del que te arrepientes al instante, sacas ese tupper. No cualquier tupper. El bueno. El que sella perfecto, el que no guarda olores, el que tiene su tapa original.
Mientras lo entregas, una vocecita en tu cabeza grita y por tu boca sale una frase cargada de advertencia: “Pero me lo regresas, ¿eh?”. Y así, sin saberlo, acabas de activar el “Trastorno Obsesivo-Compulsivo por el Tupper” (TOCT), una “enfermedad” no oficial que sufrimos en silencio millones de personas. Pero, ¿por qué un simple recipiente de plástico nos causa tanta angustia? La psicología tiene algunas respuestas.
No es solo un plástico: La psicología detrás del pánico
Creerías que es una exageración, pero el apego a nuestros tuppers tiene raíces psicológicas muy reales. No estás loca, comadre, solo estás protegiendo algo más que un simple contenedor.

- El valor sentimental: Ese tupper no es un objeto cualquiera. Es la reliquia familiar donde tu mamá te mandaba el pozole, el único que sobrevivió a la última mudanza o el que compraste en oferta después de buscarlo por semanas. Tiene historia, tiene recuerdos, y eso le da un valor que el dinero no puede comprar.
- La aversión a la pérdida: Los psicólogos dicen que a los humanos nos duele más perder algo que la alegría que nos da ganar algo de igual valor. Perder tu tupper favorito, el que nunca te ha fallado, duele en el alma. Es una pérdida irreparable en el ecosistema de tu cocina.
- La pérdida de control: Cuando prestas tu tupper, pierdes el control sobre su destino. ¿Lo lavarán bien? ¿Le pondrán algo que lo manche para siempre? ¿Lo usarán para guardar tornillos? Y la pregunta más aterradora de todas: ¿Volverá algún día? Esa incertidumbre es lo que alimenta nuestra ansiedad.
Las 3 etapas de la angustia por el tupper perdido
El TOCT tiene un ciclo de sufrimiento muy bien definido que seguro reconocerás.
Etapa 1: El Préstamo y la Esperanza Ciega.
Lo entregas con una sonrisa nerviosa. Confías en la buena fe de la persona. Piensas: “Es mi comadre, claro que me lo va a regresar”. Los primeros días vives en una dulce ignorancia, esperando ver a tu preciado tupper de vuelta, limpio y sano.
Etapa 2: El Recordatorio Pasivo-Agresivo.
Pasa una semana. Te encuentras a la persona y, como quien no quiere la cosa, sueltas la indirecta: “¿Qué tal te pareció el guisado del otro día? Estaba en el tupper azul, ¿te acuerdas?”. Si la indirecta no funciona, pasas al siguiente nivel: “Oye, fíjate que el otro día estaba buscando mi tupper… y no lo encontré”.

Etapa 3: El Duelo o la Misión de Rescate.
Han pasado meses. Has perdido toda esperanza. Ya lo das por muerto. Empiezas a ver tuppers similares en el súper con una lágrima en los ojos. O, en el caso más extremo, visitas la casa de la persona, ves tu tupper en su alacena y planeas una misión de rescate digna de una película de acción.
El placer indescriptible de recuperarlo
Y entonces, un día, ocurre el milagro. La persona aparece en tu puerta con el tupper en la mano. La sensación de alivio es indescriptible. Es una victoria, un triunfo. Lo recibes como si fuera un héroe de guerra que regresa a casa.
Pero el ritual no termina ahí. Viene la inspección: ¿Está completo? ¿Tiene su tapa? ¿Está manchado? ¿Huele a ajo? Lo lavas de nuevo, por si las dudas, y lo guardas en su lugar, jurando que nunca, jamás, volverás a prestarlo. Hasta la próxima vez, claro.

Así que la próxima vez que sientas esa angustia, no te sientas mal. No es por el plástico, es por lo que representa: el orden en tu cocina, el cariño de la comida que compartiste y la esperanza de que, en este mundo caótico, al menos tus tuppers siempre regresen a casa.